CRÓNICA FILMIN

Para mi abuela

Ana Ruth y Jose. Del archivo del autor
Por Jose Solís
Siempre he pensado que en el momento de mi muerte, cuando dicen que vemos pasar nuestra vida entera frente a nuestros ojos, lo que voy a ver yo será un collage de mis escenas favoritas de la historia del cine. Algo parecido quizás a ese hermoso montaje que aparece al final de “Cinema Paradiso” de Giuseppe Tornatore, en el cual un adulto se conmueve hasta las lágrimas al darse cuenta de cómo el cine se ha convertido en el material del que están tejidos sus sueños.
Aunque espero que la muerte no venga a tocar mi puerta por muchos años, se muy bien que la mayoría de los clips cinematográficos que me esperan al final me recordarán a mi querida abuela Ana Ruth. He estado pensando mucho en ella, tal vez por las conmemoraciones a nuestros queridos difuntos durante la celebración del día de los muertos, o quizás por qué se me hace imposible no pensar en ella cuando recuerdo el cine que amo.
Desde recién nacido fui muy apegado a mi abuela paterna. Dicen los que recuerdan esos días de los cuáles yo no tengo más que los flashazos de una memoria, que fue amor a primera vista. Yo fui su primer nieto, el primogénito de su único hijo. A pesar de que los primeros ocho años de mi vida los compartí con mis padres, a quienes adoro, mi abuela fue siempre la persona con quién más me gustaba estar.
Quedaba hipnotizado mientras me contaba sobre su vida universitaria en Italia, recuerdos de viajes en tren, hombres hermosos y la mejor comida del mundo. Usualmente jugábamos a restaurante, ella se servía un vaso de amaretto y me daba a mi un poco en un vasito de cristal del tamaño de un dedal. Fue en una de esas tardes mágicas junto a la ventana que daba a la transitada calle, cuando mi abuela comenzó a hilar sus memorias cinematográficas junto a las mías.
Nunca olvidaré el día que me contó el cuento de Cabiria, una “mujer de la vida alegre” que sufre las injustas vueltas del destino al haberse creído amada por un hombre. Recuerdo cómo me detalló los vestidos de la heroína y cómo sus ojos se aguaron relatando el final dónde la tenaz Cabiria camina en una larga calle, una vez más descorazonada, pero nunca desesperanzada.

“Las noches de Cabiria”. Cortesía: Criterion Collection
Cuando años más tarde vi “Las noches de Cabiria” de Federico Fellini, me di cuenta del regalo que me había hecho mi abuela: me obsequió su obsesión con el cine al convertir las tramas de sus películas favoritas en historias que se cuentan y se pasan de generación en generación. Décadas después me encontré pensando en ella mientras yo le contaba a dos niños la historia de Holly Golightly, la frágil heroína de “Desayuno con diamantes”, ahí conmigo, lejos de donde crecí se encontraba el espíritu de mi abuela, sonriendo mientras yo continuaba su tradición.
Uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia es el de una enorme escalinata roja con tantas gradas que parecían llegar al mismo cielo. Justamente en esas escaleras un hombre con una camisa que parecía hecha de nubes, cargaba en sus hombros a una mujer que se resistía, pero terminaba cediendo. Nunca entendí a qué llevaba Rhett Butler a la pobre Scarlett O’Hara al segundo piso, pero viendo “Lo que el viento se llevó” en mi adolescencia, esa memoria en rojo fue lo que me hizo la idea del “final reel” de mi vida.
Ese amor en rojo me hace también pensar en la tarde que mi abuela me acompañó a ver “Moulin Rouge!”, yo la había visto ya en el cine junto a mi madre (mi abuela nos regaló las entradas a la noche de estreno) pero sabía que era algo que quería compartir también con mi abuela. Sus ojos resplandecían en la oscuridad del cine al ver el surreal inicio de la cinta de Baz Luhrmann, dónde un diminuto conductor de orquesta hace su entrada, guiando a los músicos invisible a tocar la famosa fanfarria de Alfred Newman para la Twentieth Century Fox.
“Esa música siempre me recuerda a tu tío Carlos” me susurró al oído. Su hermano favorito, fallecido seis años atrás, un cinéfilo empedernido que se peinaba como Tyrone Power y piropeaba a las mujeres comparándolas con divas de la era dorada como Gina Lollobrigida. De chiquito, mi tío Carlos me regalaba posters de películas de Disney con las que yo decoraba mi habitación como el lobby de un palacio fílmico. Mi primer recuerdo de estar en un cine es de hecho junto a los dos, Ana y Carlos, en el Cine Clamer viendo una función matinal de “La isla del tesoro” de Byron Haskin. Me pregunto por qué los cines de Tegucigalpa dejaron de exhibir clásicos.
Seguido por el tema más famoso de los logos de estudios de cine, el pastiche de “Moulin Rouge!” continuó con las notas de “The Sound of Music” de Rodgers and Hammerstein. Creo que perdí la cuenta del número de ocasiones en que vi “La novicia rebelde” con mi abuela. Rara vez terminaba la película, para mi el fin venía después de que los Von Trapp se coronan vencedores en el concurso de talento. Nunca me gustó ver cuando aparecías los Nazis.

“Casino Royale” (2006). Director Martin Campbell. Sony Pictures.
De igual forma no me gusta pensar que mi abuela ya no está entre nosotros. Gracias a ella descubrí que no habían pláceres más grandes que perderse en la oscuridad de una sala de cine. Durante mis últimos años viviendo en Honduras, se nos hizo costumbre ir al cine hasta dos veces por semana. Juntos vimos de todo, desde la maravilla de “El tigre y el dragón” de Ang Lee, hasta la primera parte de “El señor de los anillos” de Peter Jackson, quería tanto a sus nietos que nos llevaba a ver películas solo por vernos disfrutarlas. Se me hizo práctica común reaccionar con la velocidad de Peter Parker cuando mi abuela se dormía y estaba a punto de botar sus palomitas o su Coca Cola.
Recuerdo con mucha nostalgia la última vez que fuimos al cine. Mi papá nos llevó a ver “Casino Royale” de Martin Campbell. Mi abuela amaba las películas de James Bond y a pesar que ya se encontraba padeciendo de lagunas mentales por el Alzheimer que le habían diagnosticado, platicamos mucho de otra de nuestras cosas favoritas: los hombres guapos. Mi padre solamente sonreía cuando nos escuchó comentar lo mucho que disfrutamos ver a Daniel Craig salir del mar vistiendo solo un pequeño traje azul celeste.
La sonrisa picaresca de mi abuela me hace pensar en las estrellas de cine que adoraba: Jean-Paul Belmondo, Cary Grant, Giulietta Massina, Ingrid Bergman (su estándar de belleza) e igual que a mi, Judy Garland. También pienso mucho en las estrellas que me recuerdan a ella: la belleza delicada de Lee Remick, la elegancia de Sophia Loren, el sentido de humor de la Massina. Al igual que ellas, mi abuela brillará para siempre en el firmamento de mis memorias del cine, ansío el momento de verla resplandecer nuevamente cuando nos encontremos en el lobby del cine en el cielo. Yo le llevo su Coca Cola.
*Las opiniones y contenidos aquí emitidos corresponden al crítico José Solís y no reflejan la postura, misión y visión del Museo para la Identidad Nacional.



