Por Jose Solís.
El cine, por su naturaleza, es un medio de fantasmas. Lo que vemos reflejado en la gran pantalla se trata siempre de una captura del pasado, un intento de preservar, congelar casi, el tiempo. El Orson Welles de “Ciudadano Kane” será siempre el picaresco veinteañero que sabía más que cualquier otro cineasta de la época, la Bette Davis de “Eva al desnudo,” será siempre la sabia dama que controlaba mejor sus impulsos que la irreverente protagonista de “Jezebel”.
Aún después de muertos, los personajes interpretados por legendarios actores, conservan su belleza, su juventud. El director Robert Altman lo resumió mejor que nadie, “hacer cine es una forma de vivir muchas vidas”, dijo. Pero Altman no se refería solamente a la posibilidad de crear mundos fantásticos y contar historias fuera de nuestra experiencia, sino también a esa tangible intangibilidad del cine, donde lo que vemos es tanto el pasado como el presente.
Esto ha hecho del cine el medio preferido por muchos para explorar la muerte. Desde alegorías Fellini-escas, hasta el surrealismo de Buñuel, desde sus comienzos, en el cine se ha imaginado lo que nos pasa después de la muerte y no solo eso, también es el medio en donde después de la pintura mejor se ha representado la forma que toma la muerte.
Con la llegada de la peste bubónica en el medievo, los artistas comenzaron a representar la homogeneidad del ser humano mediante la “danse macabre”. Literalmente una danza con la muerte, la figura que no discriminaba a nadie basado en su clase, sexo, o edad. En pinturas del siglo XV aparecen regocijantes esqueletos que llevan de la mano a sacerdotes, obreros y nobles hacia su destino final.